jueves, 7 de julio de 2016

El escritor Eduardo Lago se pregunta: "¿Una sola versión regional de un texto que ambiciona ser la encarnación de un lenguaje universal?"

Exactamente un año después del punto en que comienza esta historia, la revista Ñ publica un artículo del escritor español Eduardo Lago, donde, entre otras cosas, comenta brevemente la labor de Marcelo Zabaloy y refiere “el exceso de localismo que impregnaba el ambiente de las jornadas” que el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires realizó en la Biblioteca Nacional de Argentina, para celebrar los 70 años de la primera traducción del Ulises al castellano y para recibir la que entonces era la nueva traducción, publicada por El Cuenco de Plata. Seguramente en España el localismo no se impregna, o quizás la distancia habrá hecho que Lago recapacitara para decir ahora algo que, estando en Buenos Aires –como se podrá comprobar oyendo el audio de esas jornadas, que se encuentra en la entrada del 24 de agosto del 2015, de este mismo blog–, no dijo.

Lenguas en una balanza

El 1 de julio de 2015, estando en Montevideo, recibí un correo del editor Edgardo Russo en el que tras darme la bienvenida a Buenos Aires me proponía un encuentro con él y Marcelo Zabaloy. Terminaba con estas palabras: “Tenemos algo que proponerte, y de no considerarlo importante no me atrevería a requerir tu tiempo”. Acordamos vernos al día siguiente en la sede de su editorial. Durante la noche, el correo de Russo me estuvo dando vueltas en la cabeza. ¿Qué querrían proponerme los responsables de la cuarta versión al castellano del Ulises ? Desde entonces he recibido varias invitaciones pidiéndome que valore el trabajo de Russo y Zabaloy, pero de momento me he resistido a hacerlo. En cuanto a lo que quería de mí el editor de El Cuenco de Plata, estoy condenado a no saberlo, al menos directamente.

El 2 de julio, hallándome a bordo del Buquebús que efectúa la travesía entre Montevideo y Buenos Aires, recibí un correo de Marcelo Zabaloy que decía: “Estimado Eduardo: Lamento profundamente informarle que ha fallecido Edgardo Russo; sufrió un ataque al corazón anoche. No tengo más que decir, no me sale nada”. Inmediatamente, remití el correo a Jorge Fondebrider, que me había invitado a participar en unas jornadas sobre Joyce a celebrar en la Biblioteca Nacional. Conmocionados, Fondebrider, Zabaloy y yo nos citamos en un café de Palermo, donde Jorge tomó la decisión de dedicar las jornadas a Russo. En líneas generales, el nivel de las intervenciones me pareció de una notable brillantez. Las jornadas rindieron homenaje a la mítica traducción de J. Salas Subirat con motivo del 70 aniversario de su publicación. Las intervenciones del primer día me hicieron recapacitar. Algo no acababa de encajar, pero no acertaba a identificarlo. Días antes, al final de una conferencia dictada en Rosario, pedí a una de las asistentes que leyera los últimos compases del monólogo de Molly Bloom en la versión de Zabaloy. Había hecho otro tanto en una conferencia sobre Joyce que dicté en la Biblioteca Nacional de Madrid un mes antes. El efecto sobre el público fue radicalmente distinto en una y otra ocasión: en tanto que el texto leído en Rosario fluía con natural musicalidad, en Madrid resultó más bien forzado y chirriante, lo cual me hizo llevar a cabo mi propia traducción del fragmento.

Leí el Ulises por primera vez con 17 años, en la versión de Salas Subirat, por la que siempre sentiré gran debilidad. El mito, para mí, se derrumbó en Buenos Aires, durante la víspera de mi intervención en la Biblioteca Nacional. Comprendí que la venerable traducción publicada por Rueda había caducado cuando llevé a cabo un cotejo en profundidad entre el original y la traducción del párrafo inicial del capítulo V, una bellísima descripción de la bahía de Dublín al atardecer. La versión castellana era incapaz de sostener la sublime fuerza del original. Comuniqué a los asistentes mi conclusión, lo cual me dio motivos para celebrar la aparición del trabajo de Zabaloy, aunque me guardé de hacer la misma prueba sobre su texto. La raíz de esta reserva guarda relación con el exceso de localismo que impregnaba el ambiente de las jornadas. Entre 24 posibles, ¿una sola versión regional de un texto que ambiciona ser la encarnación de un lenguaje universal? El problema se agudiza ahora que se publica una nueva hazaña de Zabaloy, la traducción de Finnegans Wake , un conglomerado políglota que integra más de ochenta idiomas naturales con el inglés como mínimo sustrato. Tengo mi propia relación con el asunto, aunque en mi caso me he limitado a experimentar con la brevísima sección titulada “Anna Livia Plurabelle”, que el lector interesado puede consultar en el blog de Enrique Vila-Matas. Un intento meramente lúdico por acariciar el lomo de la bestia.

Zabaloy me explicó que lo que Russo quería proponerme era oficiar de asesor en el proceso de traducción de Finnegans Wake , y me invitó a cenar. Antes de sentarnos a la mesa, estuve examinando los fragmentos iniciales de su traducción, a petición suya. Estos días he tenido ocasión de leer un largo segmento del texto. Mi reacción ha sido de desconcierto, pero no hay en ello nada parecido a un juicio de valor, que pospongo para cuando no me quede más remedio que pronunciarme tras la lectura completa .

Confieso que lo que he leído me ha hecho sentir que me he estrellado contra un muro. Hace más de una década contrasté las tres versiones castellanas entonces existentes delUlises en un ensayo titulado “El íncubo de lo imposible”. Entonces concluí que con todos sus defectos, a veces enormes, las tres eran el Ulises , y me negué a jerarquizarlas. No es eso lo que he sentido al asomarme a las páginas del más reciente esfuerzo de Zabaloy, hacia quien por otra parte siento un profundo respeto intelectual.


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